Basado en mi
experiencia, y como dato histórico para aquellos menores de 25 años, hijos del
Internet y que no imaginan cómo era vivir sin tanta dependencia electrónica;
decidí escribir sobre el comportamiento juvenil en los noventas, aclarando que,
aunque soy modelo 79, poco me acuerdo de los años 80.
¿Cómo era la
rumba noventera? Comencemos desde la planeación de la rumba. Si el grupo de
amigos no salía del mismo lugar y, ante la ausencia de teléfonos móviles para
comunicarse “en cualquier momento y en cualquier lugar”; para nuestra
generación, la salida a “rumbiar” tenía que ser planificada concienzudamente
con tiempo prudente de antelación y, por supuesto, implicaba una confianza
ciega en la palabra del otro. Decir “en Galerías a las 8.30 de la noche”, era
casi un juramento de sangre, con el que nos comprometíamos a estar a esa hora
en ese lugar, bajo la amenaza de quedar por fuera de planes futuros por
“faltón”.
Sin Internet en
el que se pudiera encontrar toda la información de un bar o discoteca,
básicamente se escogía un lugar conocido por todos, o que alguno hubiera
descubierto por casualidad. Eran primordiales las indicaciones para llegar o la
dirección del lugar y nuestros GPS solían ser los celadores o vendedores
ambulantes cercanos, quienes nos ayudaban a encontrar dichos sitios.
A diferencia de
hoy, donde pululan las fotos en la rumba, antes eran casi inexistentes, por el
valor astronómico del revelado en Foto Japón o Fotorres, y por la incomodidad
que suponía llevar una cámara gigante de las de antaño en un bolsillo pequeño;
esto, sumado a que las posibilidades de que la foto quedara oscura, desenfocada
o el rollo se velara, eran latentes. Estas condiciones hacían que cada foto se
programara con extremo cuidado y “muy de malas” el que hubiera quedado con los
ojos cerrados, mueco o con cara de borracho.
Ante la
dificultad de la comunicación fuera de la casa, era imperante tener monedas de
50 o 100 en los bolsillos, para llamar en caso de alguna emergencia o retraso.
Lógicamente los papelitos y agendas pequeñas eran frecuentes para tener los
teléfonos fijos de los amigos y, por supuesto, anotar el teléfono del posible
“levante” de la noche. Si alguno no llegaba a la cita programada, era necesario
rezar para que la cabina amarilla de teléfono con olor a orines de borracho,
funcionara bien y no hubiera sido desvalijada por delincuentes.
El reguetón de
la época era el house… 2 Unlimited, MC Hammer, Technotronic, grupos con los que se bailaba “sabroso” y con pasos
improvisados, pues, ante la falta de un youtube, era muy raro ver los videos
originales (a menos que se fuera seguidor de A Toda Música, con el inexpresivo César
Ramírez o Ritmo de la Noche con el gran Mao “siemprellevogafasnegrasasíseaenlugaresoscuros”
Mix). El “chacho” de la rumba era aquel que supiera los pasos reales de la
canción y, generalmente, terminaba en el centro de un círculo formado por los
sorprendidos.
Los principales
avances tecnológicos de nuestra rumba eran figuras proyectadas sobre un humo
que hacía toser imparablemente, lluvias de un insólito líquido neón que quemaba
la piel, baños de espuma, al parecer hecha con jabón rey, que desteñía toda la
ropa, y los famosos “strober” que engañaban la vista, haciendo más atractivas a
personas poco agraciadas, (era muy normal llevarse una sorpresa al salir del
lugar y ver que la hermosa mujer de ojos claros y dientes de un blanco
imposible, tenía ojos más negros que los de uno y los dientes amarillos de
tanto fumar).
Completamente
diferentes eran las rumbas casa, ante la ausencia de Smartphones, USB’s, MP3’s,
DVD’s y hasta CD’s, bienvenidos eran los vinilos y los casetes. Con los primeros
no había mucho problema, a menos que el disco estuviera rayado (y seguramente
se había intentado rescatar aplicando betún el mismo); pero con los segundos,
había una dificultad extrema para poner una canción solicitada, pues, mientras
se adelantaba o retrocedía el casete, era imposible saber en qué punto de una
canción quedaba, a menos que el improvisado DJ tuviera audífonos o escuchara en
silencio hasta hallar la canción. Incluso, era muy frecuente escuchar casetes
pésimamente grabados de una emisora, por lo que, mientras la gente bailaba, la
canción terminaba abruptamente o se escuchaba una cuña radial como
“¡Tro-tro-tro-tropicana!”; lógicamente este tipo de sorpresas terminaba en
rechifla por parte de los amigos.
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