Hoy me permitiré ponerme nostálgico a
raíz de un sueño, más bien triste, que tuve hace unas noches.
Perkin era el nombre del perro que
vivía en una casa de mi papá llamada El Edén y ubicada en La Gran Vía, una
pequeña vereda cerca de La Mesa, Cundinamarca. En realidad, no era nuestro
perro, los vecinos lo tenían para cuidar sus pollos y gallinas, pero como
recibía de nosotros toda la atención y afecto que nunca tuvo de sus amos y mi
madre siempre llevaba una gran cantidad de comida para darle, lo considerábamos
nuestro.
Su nombre lo tomé de un Condorito por
allá a comienzos de los 80, en el que al mayordomo se llamaba Perkins (imagino
que un apellido inglés)… y así se quedó el perro, pero sin la “s”.
Perkin era un perro mediano de mirada
triste, de colores grises y oscuros, con un hocico largo y unas orejas grandes
y casi siempre apachurradas. Evidentemente era un perro “chandoso” sin ningún
vestigio de pedigree, pero, la dura vida que llevó, lo enseñó a ser un perro
sumamente inteligente, cuidadoso y precavido con la comida y con la gente.
Un día de aquellos donde mi papá vertió
toda la comida que le llevábamos en una tapa de pintura, improvisada como
plato, Perkin, como siempre, comió con rapidez y urgencia como si no hubiera comido en casi 5
días, (lo que probablemente pasaba, pero yo prefería no pensar); sin embargo,
de repente se detuvo y llevó en su hocico y sin roerlo antes, el hueso más
grande que encontró hasta un lugar cerca de un árbol; yo lo seguí. Luego, el sabio
perro hizo un hueco y escondió allí el hueso. Yo no entendí mucho la acción de
Perkin, hasta que mi mamá sentenció: “El perrito está guardando provisiones
para la semana”. Recuerdo el dolor que sentí al imaginarme a Perkin aguantando
hambre durante la semana y esperando con infinita paciencia a que llegaran mis
padres en la Ford 54 para recibirlos con aullidos de alegría y movimientos de
cola imposibles de imitar.
El perro también solía comer plantas,
para purgarse, decían mis padres, e imagino que en épocas críticas tuvo que
alimentarse también de insectos para mitigar el hambre. Sin embargo, gracias a las
generosas raciones de “lavaza” que llevaban mis padres, el perro era delgado,
más nunca esquelético.
En una ocasión, Perkin trató de evitar
que nos robaran y algún ratero miserable y por siempre maldito, le echó veneno para
neutralizarlo y evitar el escandaloso ruido de sus ladridos. No se equivoquen,
Perkin era un perro noble y más bien pequeño, pero sus ladridos eran tan
potentes como los de un pastor alemán. Perkin
duró enfermo mucho tiempo y temimos que fuera a morir, vomitaba todo lo que le
llevábamos y su alegría al vernos mermó por su delicado estado de salud. Esta
fue la única vez que lo vi “en los huesos”.
Pero a Perkin le deparaba otro destino
y se recuperó contra todos los pronósticos. Un fin de semana volvió a ser el
más alegre de los canes y comió como nunca lo había hecho, sin dejar bocados
para la semana; probablemente sus métodos laxantes lograron contrarrestar el
poderoso efecto del veneno. En pocos meses, el perro volvió a ser el mismo de
siempre, aunque ya los años lo habían hecho más lento y cansino.
Unos años después, dejamos de ver a
aquel perro fiel, pues, según nos dijeron los vecinos y supuestos dueños de
Perkin, el perro atacó a una gallina para comérsela y se lo llevaron para otra
finca en peores condiciones. Esa versión nunca me convenció, ni en los más
críticos días, el perro nunca había sido capaz de atacar a las gallinas, con
las que aprendió a convivir y a defender. Nunca pude estar con él en sus
últimos días y tal vez, por eso, hace unas noches soñé que estaba de vuelta a
El Edén, y veía a Perkin, muy viejo y afligido por todos los años que habían
pasado, pero estaba esperándome para morirse en mis brazos.
Única foto conocida del famoso "Perkin" o "Perkis" con su típica mirada triste